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Dos Épocas, Una Historia. Mi Habana

La Habana, 2011

                Lo miraba yo hacer los últimos arreglos. La noche estaba fría pero yo no podía percibirlo pues tenía una extraña sensación en mi cuerpo, sentía como que caía por un profundo y oscuro abismo.
Ninguno de mis familiares notaron lo que me pasaba, posiblemente porque se encontraban en las mismas condiciones yo, o porque sencillamente lo que estaba por suceder era muchísimo más importante que notar lo que me ocurría.
 
Al cerciorarse de que la balsa que él mismo había fabricado con una tripa de rueda de camión y plástico estuviese firme, se puso en pie, nos hecho una mirada profunda. Se estaba despidiendo de su familia. Yo no sabía si volvería a verlo, pero sabía que lo extrañaría mucho. Dio un par de pasos lentos para acercarse a nosotros, y espontáneamente, sin pensarlo, todos unánimes lo abrazamos. Yo luchaba conmigo misma para no llorar pues quería darle todo mi apoyo a mi adorado tío que ahora estaba por partir. Él no sólo estaba dejando a su país, sino a su familia y a toda una vida, pero él estaba yendo tras sus sueños y no le importaba arriesgarlo todo. Al menos eso parecía.

Muy suavemente nos soltó, dio media vuelta mientras se secaba la humedad de su rostro. Caminó hasta su balsa, la arrastró cuidadosamente hasta el mar. Tomó consigo un bolso y dijo casi como un susurro

                Debo irme antes que los guarda costas noten que estamos aquí.

Se montó en la balsa, y mientras daba sus primeros remos mi abuela exclamó en voz baja

                ¡Dios te guarde hijo!

Todo saldrá bien – Respondió él- Hasta pronto -  Concluyó con la voz quebrada y su brazo extendido moviéndolo de una lado a otro.

 No podíamos permanecer mucho tiempo ahí, pues podríamos ir presos si nos descubrían, así que salimos de la playa rápida y silenciosamente. De camino a casa nadie se atrevía a decir una sola palabra, pero no había silencio alguno por supuesto, pues íbamos en una guagua, y al subirnos como de costumbre estaban ocupados los asientos, además de que había un gentío de pie. Era un milagro que lográramos subirnos. 

Llegamos a casa, conversamos un poco pero el ambiente era muy nostálgico, sólo queríamos tener noticias de él, y no estábamos seguros de cuantos días estaríamos en esa intriga, así que decidí salir a caminar para despejar mi tristeza.

Yo tenía planificado exactamente a donde quería ir, indudablemente sería al Malecón, mi lugar favorito. Pasaría para llegar ahí por la Habana Vieja y la Plaza de la Revolución. Tomé una chaqueta, algo de dinero y salí. 

No quería pensar en mi tío, sólo deseaba olvidarme de todo al menos por un momento así que comencé a hacer algo que jamás había hecho: observar y detallar las calles de mi Habana.

Mientras pasaba por las estrechas calles de la Habana Vieja, disfrutaba el ambiente colonial que ahí se vive. Observé la arquitectura que poseen las casas que por lo general tienen tres pisos, con unos ventanales enormes. Gente deambulando por las calles al igual que en el resto de la ciudad. Escuchaba a lo lejos un guaguancó, bastante pegajoso por cierto. Me llamó la atención el escándalo que tenían cuatro hombres que jugaban dominó a las afueras de una casa, con su respectivo tabaco en boca y una mesa improvisada por ellos mismos con un cuadrado de madera que sostenían con sus piernas, pues esta mesa no tenía patas. Los niños que veía estaban muy alegres, corriendo de un lado a otro con sus juegos. Su felicidad me hizo pensar en que me había hecho bien salir a caminar y disfrutar.

Mientras seguía caminando me pregunté, entre otras cosas, por qué mi tío había decidido irse. Súbitamente me ordené no  permitirme este tipo de interrogantes, pero me era inevitable pensar en él.

- ¿Sería que no quería a su familia Ó  que no amaba a su país?
¿Qué era lo que él estaba buscando fuera de Cuba? - pensaba desde mis adentros
Estas preguntas pasearon por mi mente una y otra vez, y ninguna parecía tener respuesta.

Casi sin darme cuenta llegué a la Plaza de la Revolución. Yo había pasado por aquí diariamente desde muy pequeña. A los alrededores de la plaza están el Teatro Nacional, el Memorial de José Martí, el Ministerio del interior, el Palacio de la Revolución, y la Biblioteca Nacional. Esta última la había visitado hacía pocos días para realizar una investigación sobre la historia cubana en la época colonial.

- No he devuelto el libro que retiré la semana pasada – Hablé en voz baja conmigo misma.

El libro era del comercio del país en el siglo XVIII. Faltaban pocos días para que se venciera el límite de la fecha de entrega. 

                -Lo traeré mañana – Pensé.

Caminé por la plaza hasta llegar frente al Ministerio del Interior pues quería observar la gigantesca imagen del Che que ahí está.

 “Hasta la victoria siempre” – Leí con fervor. Este monumento al revolucionario argentino siempre despertaba en mí algo que pudiera definir como una especie de frenesí ¡me encantaba!

Me sentía maravillada de lo que estaba viendo, y nuevamente mi tío vino a irrumpir mi corta alegría.

¿No había otra forma de Salir de la isla? ¿Por qué arriesgarse tanto para dejarlo todo? Yo soy feliz aquí – Seguía pensando ¿Por qué él no? ¿A qué libertad se estaría refiriendo cuando hablaba conmigo antes de irse?

Comencé a sentir el cansancio en mis piernas, ya había caminado bastante, pero me faltaba poco para llegar al Malecón. Ya podía escuchar el choque de las olas con las piedras. Este sonido en particular siempre me había causado emoción, y esta vez no sería la excepción. Apresuré un poco el paso y me detuve en la acera a esperar el momento indicado para cruzar la calle, entonces observé a un par de enamorados que rían a carcajadas y se detuvieron a mi lado. Extendieron su brazo y tomaron un taxi. Supongo que seguirían su paseo. Cuando subieron al carro aproveché la oportunidad para cruzar.

Al fin había llegado a mi Malecón. Vi como siempre al enorme viejo azul. La oscuridad hacía creer que el cielo se unía al mar. Sin duda una vista hermosa.

Escalé el murito para sentarme mirando al horizonte, el mar estaba un poco agitado, y el esplendor de la luna me tenía como hipnotizada. Olvidé todo sin darme cuenta. Y cuando más distraída me encontraba, sentí que una sombra se acercaba mí. Volteé bruscamente y encontré que una niña se sentaba a mi lado. Nunca la había visto, pero ella al parecer estaba muy confiada al acercarse a mí. La niña era de tez pálida y de rasgos faciales finos. Llevaba puesto un sencillo pero elegante vestidito de colores, y tenía recogido el cabello con una colita de caballo. Yo estaba desconcertada. La niña había llegado de la nada y muy amigablemente comenzó a hablarme de sí misma. Ella no me había dado la oportunidad de hablar, ni de tan siquiera preguntar quién era, sin embargo no quería interrumpirla así que sin mayores complicaciones dejé que hablara. Su voz era muy dulce, y hablaba suave y delicadamente. Utilizaba frecuentemente sus manos para expresarse. Me daba la impresión que la niña toda hacía una armonía con el mar y la luna. 

Me dijo que su padre era de origen europeo, español creo recordar. Su madre nativa de la isla, pinareña al igual que mis abuelos. Me comentó sobre su pasión por montar a caballo y su amor por la lectura. Yo sólo la observaba, me causaba gracia que no parara de hablar, pero yo trataba de controlar mis ganas de reír.

Sus palabras se tornaron interesantes cuando comenzó a hablarme de la libertad. Ella me comentaba que deseaba ver personas libres y felices, que hicieran lo que quisieran, que fueran dueños de sus decisiones y que nadie les impidiera cumplir sus más locos sueños. Al fin tuve la valentía para interrumpirla y le dije

-Pequeña, pero eso es una realidad. ¡Somos libres! ¿Por qué sientes que hay personas que no lo son?

-Mira al horizonte -  Me dijo – Hay todo un mundo después del mar. Lo que conoces de aquí no lo verás en otros lados. Lo que verás en otros lugares, no lo conseguirás aquí. – Luego añadió- Eres libre si eso quieres creer, pero después de este muro al que llaman Malecón podrás conocer todo lo que existe, y así  sabrás si eres realmente libre o no. 

No es tan sencillo salir de mi país para conocer otros lugares – Comenté.

¿Te has preguntado el por qué se les oponen para que salgan de aquí? – Preguntó.

Esta interrogante me dejó sin palabras. No quité mi mirada del mar. La pequeña filósofa al fin había guardado silencio para dejarme reflexionar.

-¿Sería eso entonces? – Pensé – ¿Mi tío salió en busca de esa libertad que aún yo no conozco?

Rompí el silencio y le dije 

 - ¿Cómo es que sabes de libertad?

-Mis esclavos – respondió – Quiero que ellos sean libres. Creí que con el pasar de los años mi Cuba finalmente encontraría la libertad, pero estaba equivocada. 

Al escuchar estas extrañas palabras volteé inmediatamente mi rostro para ver a la niña. Para mi sorpresa ya no se encontraba ahí, miré a todos lados y no la hallé. Yo estaba pasmada, sin aliento, confundida y muy asustada. No podía coordinar nada de lo que acababa de pasar. Rápidamente tomé un taxi a casa, ahí mi familia me ayudaría a calmarme. 

En el camino, una parte de mí trataba de convencerme de que la niña había tenido que irse sin avisar. La otra parte, no quería creerme.

Al llegar a casa todos estaban ya dormidos, así que me dirigí a mi habitación casi sin poder caminar. Al entrar choqué sin poder evitarlo con mi pequeño estante de libros. Se cayeron algunos textos, entre ellos el que debía entregar en la Biblioteca Nacional. Observé entonces que sobresalía de éste un folleto con la imagen de un rostro que me era familiar. Me incliné nerviosa para tomar el folleto y corroborar lo que estaba imaginándome. El papel decía

¡Urgente! Se busca a Luisa Beltrán de doce años de edad. Vista por última vez en el Malecón. 


Yo estaba en lo cierto. Era ella. La misma que había hablado conmigo hacía unos minutos. Noté entonces que en uno de los extremos inferiores del papel se encontraba un pequeño escrito que decía.


Marzo de 1822



Orianna García

Palabras que hieren


El diálogo en la mañana de ese viernes era amargo.

De los espectadores: —¡Si eres el hijo de Dios bájate de la cruz!

De los líderes religiosos: —A otros salvó, pero a sí mismo no se puede salvar.

De los soldados: —Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.

Palabras amargas. Ácido con sarcasmo. Odio. Irreverencia. ¿No era suficiente que Él estaba siendo crucificado? ¿No era suficiente que estaba siendo avergonzado como un criminal? ¿No eran suficientes los clavos? ¿Fue la corona de espinas demasiado suave? ¿Habían sido muy pocos los azotes?

Para algunos, aparentemente, sí.

Pedro, un escritor no dado normalmente a usar muchos verbos descriptivos, dice que quienes pasaban cerca «le lanzaban» insultos al Cristo crucificado.'
Ellos no sólo insultaban, hablaban o blasfemaban. «Le lanzaban» piedras verbales. Tenían toda la intención de herir y lastimar.
«¡Hemos quebrantado el cuerpo, ahora rompamos el espíritu!» De esa manera «templaban sus arcos con las flechas de su autojusticia y lanzaban torturantes dardos de puro veneno.
De todas las escenas alrededor de la cruz, ésta es la que más me enoja. ¿Qué clase de personas —me pregunto— se burlará de un hombre agonizante? ¿Quién será tan indolente como para poner sal en las heridas abiertas? ¿Cuan bajo y pervertido es hablar con desprecio a uno que está atado con dolor? ¿Quién se burlaría de una persona que está sentada en
la silla eléctrica? ¿O quién señalaría con el dedo y se reiría de un criminal que tiene la cuerda de la horca alrededor de su cuello?
Puede estar seguro de que Satanás y sus demonios fueron la causa de tal inmundicia.
Y luego el criminal en la cruz número dos lanza su golpe.

—¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a tí mismo y a nosotros!

Las palabras lanzadas ese día tenían el propósito de herir. Y no hay nada más doloroso que las palabras que tienen el propósito de herir. Esa es la razón por la que Santiago llama a la lengua un fuego. Sus llamas son tan malignas y destructoras que destrozan como las de una gran antorcha.

Pero no le estoy diciendo nada nuevo. Sin lugar a dudas usted ha tenido que soportar palabras que hieren. Usted ha sentido la tortura de un escarnecimiento bien apuntado. Tal vez usted está sintiéndolo. Alguien que usted ama o respeta lo
azota en el piso con un látigo o con el fuego de la lengua. Y allí yace usted; herido y sangrando. Tal vez las palabras fueron dirigidas para herirlo, tal vez no; pero eso no importa. La herida es profunda. Los daños son internos. Corazón quebrantado, orgullo herido, sentimientos lastimados.
O tal vez su herida es vieja. Aunque la flecha fuera extraída hace mucho tiempo, la punta aún permanece... escondida debajo de su piel. El viejo dolor aflora impredecible y decisivamente recordándole las lacerantes palabras aún no
perdonadas.

Si usted ha sufrido —o está sufriendo— debido a las palabras de alguien, estará contento de saber que hay un bálsamo para esta laceración. Medite en las palabras de 1 Pedro 2:23:
«Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente.

¿Ve usted qué no hizo Jesús? Él no se desquitó. Él no devolvió la ofensa. Él no dijo: «¡Ya verás!» «¡Ven acá y di eso mismo en mi cara!», «¡Sólo espérate hasta después de la resurrección, bobo! No, estas declaraciones no se encontraron en los labios de Cristo.

¿Vio lo que Jesús sí hizo? Él «encomendó su causa al que juzga justamente. O dicho más simplemente, dejó el juicio a Dios. Él no se hizo cargo de la tarea de buscar revancha. Él no demandó explicaciones. Él no pagó a ningún emisario ni envió a nadie con ninguna propuesta. Él, al contrario de la reacción normal, asombrosamente, habló en defensa de ellos:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».

Sí, el diálogo en esa mañana del viernes fue amargo. Las piedras verbales fueron destinadas a atormentar y torturar.
Cómo Jesús —con un cuerpo quebrantado por el dolor, los ojos cegados por su propia sangre y los pulmones inflándose
ansiosamente en busca de aire pudo hablar en favor de malvados sin corazón, es algo que va más allá de mi comprensión.
Nunca he visto tal amor. Si alguna vez una persona mereció una buena oportunidad para la revancha. Jesús fue esa persona. Pero Él no la tomó. En vez de eso murió por sus adversarios. ¿Cómo pudo hacerlo? Yo no sé. Pero sí sé que todas mis heridas parecen insignificantes. Mis rencores y duros sentimientos se vuelven repentinamente infantiles.

Algunas veces me sorprendo al ver el amor de Cristo, no tanto por la gente que toleró como por el dolor que soportó.

Maravillosa gracia.
«Padre, perdónalos».
Lucas 23:34

No Fue la Cruz Sino Quien Murió en Ella.


..."Pero hay entre ustedes uno a quien todavía no conocen" Juan 1V- 26

Acabo de ver un vídeo. No era muy atractivo: baja resolución, mal audio, toma fija. Nada parecía interesante, sin embargo me mantuvo unos minutos inmóvil frente al computador. 
El vídeo trataba de un experimento social  organizado por el diario The Washington Post sobre la percepción, el gusto y las prioridades de la gente; para ello colocaron a un violinista en una estación del metro, tocaría durante 45 minutos.
Josh Nonnenmocher nos describe lo que sucedió:

Tres minutos pasaron, y un hombre de mediana edad se dio cuenta de que había un músico tocando. Disminuyó el paso y se detuvo por unos segundos, y luego se apresuró a cumplir con su horario.

Un minuto más tarde, el violinista recibió su primer dólar de propina: una mujer arrojó el dinero en la caja y sin parar, siguió caminando.

Unos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escucharlo, pero el hombre miró su reloj y comenzó a caminar de nuevo. Es evidente que se le hizo tarde para el trabajo.

En los 45 minutos que el músico tocó, sólo 6 personas se detuvieron y permanecieron por un tiempo. Alrededor de 20 personas le dieron dinero, pero siguieron caminando a su ritmo normal. Se recaudó $ 32. Cuando terminó de tocar y el silencio se hizo cargo, nadie se dio cuenta. Nadie aplaudió, ni hubo ningún reconocimiento.

Nadie lo sabía, pero el violinista era Joshua Bell, uno de los músicos más talentosos del mundo. Él había interpretado sólo una de las piezas más complejas jamás escritas, en un violín por valor de 3,5 millones de dólares.

Dos días antes de tocar en el metro, Joshua Bell agotó en un teatro en Boston, donde los asientos tuvieron un promedio de $ 100.


Absurdo ¿no cree? Un prodigio que hacía un par de días tocaba junto a músicos importantes, en un teatro importante, frente a gente importante; se encontraba en un metro: un lugar común, frente a gente común.

Durante casi una hora Joshua Bell fue pasado desapercibido. Para algunos, quizá, la melodía era atractiva pero no podían detenerse a disfrutarla, tenían cosas que hacer. Otros simplemente creyeron que era un joven necesitado y para contribuirle arrojaron su propina. Y la mayoría, ignoró un gran acontecimiento. No era la pieza que tocaba sino quién la tocaba.

Me recuerda lo que pasó hace más de 2000 años atrás ¿a usted no? La historia es muy similar, pero no igual:

No eran notas musicales lo que se oía – eran gritos de angustia.

No era en un violín de 3,5 millones de dólares – Era en una cruz

No era Joshua Bell – Era Dios.

Al igual que el talentoso músico, Jesús bajó hasta nuestra estación del metro, fue parte de nosotros para tocar la pieza más compleja de la historia: Dios en una cruz.
Y de la misma forma que la gente en la estación, algunos se encontraban muy ocupados e ignoraron la música, otros sólo dieron una propina de su atención; y la mayoría, ignoró el gran acontecimiento. No era la cruz, sino quien estaba colgado en la cruz.
Casi al final de la actuación de Joshua Bell alguien finalmente lo reconoció. Fue una mujer, su nombre Stacy Fukuyama .El nombre de Stacy apareció en la web y entre los diarios más importantes del mundo, no sólo porque prestó atención a la música, sino porque reconoció que al que la interpretaba.

Haz un alto, presta atención. Shhhhhhh. ¿Puedes oírlo?
Diariamente Dios quiere demostrarte que la mejor prueba de Su existencia eres tú. Diariamente Dios se encuentra en la estación del metro, toca Su mejor pieza e intenta captar tu atención. No hay trabajo, preocupación o problema que valga más que una estupenda pieza tocada por Él.
Así que no des un paso más, escucha. Voltea tu mirada. ¡Contempla!. Es tu Creador y toca para ti.
Si logras reconocerlo como Stacy Fukuyama reconoció a Joshua Bell, tu nombre aparecerá, no en la web o en los diarios del mundo, aparecerá grabado en el mismísimo corazón de Dios.
La próxima vez que estés en la estación de un metro o escuches en la calle a un músico tocar recuerda que no fue la cruz sino quien murió en ella.

Orianna García
 
 
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